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14 de Abril 2024
por Luisa Ruiz
Me perdí el último eclipse solar de México. En ese momento, en 1991, tenía 14 años. En agosto sería mi cumpleaños número 15. Pero no quería ser la típica quinceañera mexicana, con un vestido pomposo, con chambelanes y una gran fiesta.
Así que, meses antes, hablé con mis papás. En lugar de la fiesta, les pedí que me enviaran de viaje. Una de mis amigas ya tenía programado un viaje de 40 días a Europa, enfocado en un curso de inglés en Cambridge, con los últimos diez días visitando los Países Bajos, Bélgica, Alemania y Francia. Les conté a mis padres sobre esta opción y estuvieron de acuerdo.
Me iría a mediados de junio y volvería a finales de julio. El eclipse ocurriría el 11 de julio, comenzando en el Pacífico alrededor de Hawai y continuando a través de México, América Central y América del Sur, sin llegar a Inglaterra. Así que me lo perdería.
Hubo mucha euforia aquí en México sobre ese evento astronómico. Mi mamá, que daba clases en preparatoria de la UNAM, fue invitada a colaborar en un proyecto relacionado, y se fue por varios días a Baja California Sur donde el eclipse fue total.
Me hubiera gustado verlo. Pero decidí hacer mi primer viaje a Europa. No me arrepiento. Ese viaje me abrió los ojos a otros mundos y fue el precursor de otros viajes a diferentes rincones del planeta.
Aún así, en ese momento, cuando el reportero de televisión Jacobo Zabludovsky anunció que el próximo eclipse solar total de México sería el 8 de abril de 2024, decidí no perdérmelo.
Treinta y tres años después, el lunes 8 de abril, me desperté temprano para conectarme a una reunión de Zoom. Luego desayuné y preparé mi pequeña mochila para la expedición del eclipse: lentes especiales que compré el viernes por $60, protector solar, un cuaderno y lápiz, una manta para acostarme, bastones para caminar, agua, un plátano y una manzana.
Desafortunadamente no pude viajar a Sinaloa, Durango o Coahuila para presenciar el fenómeno en su totalidad, pero pude observarlo desde la montaña que está sobre los Montes de Loreto, aquí en San Miguel.
Manejé hasta la colonia San Luis Rey, estacioné mi auto y comencé a caminar. Hace un año descubrí un camino que va a la cima de la montaña, así que al menos sabía cómo llegar. En 20 minutos llegué. Continué un pequeño camino hasta que vi un buen lugar para acomodarme, desde donde se aprecia todo San Miguel. Allí, con una piedra como mi almohada, extendí mi manta y me acosté.
De acuerdo con la publicidad, el eclipse en San Miguel de Allende comenzaría a las 10:55am, su punto máximo a las 12:14pm y finalizaría a las 1:37pm. Me había instalado justo antes del comienzo. Y el tiempo fue el correcto; a las 10:55 vi que la luna empezaba a cubrir el sol. Parece como si un pequeño pedazo del sol se hubiera sido retirado de su disco. Cada 10 minutos más o menos, echaría otro vistazo, pero solo por unos segundos. En un cuaderno hice dibujos de la posición de la luna mientras avanzaba cubriendo el sol.
Noté que antes, durante y después del pico del eclipse más perros ladraban y más pájaros cantaban. Era como si los pájaros pensaran que era el comienzo o el final del día. También noté que la temperatura bajó un poco. Tomé fotos de la naturaleza que me rodeaba en ese momento pero realmente no muestran la disminución de luz que existía en ese momento.
No pude quedarme allí hasta que todo terminara, ya que estaba por comenzar una mudanza (dije que estaba decidida a no perderme el eclipse) y a las 2 pm una amiga venía a ayudarme con la tarea. Así que a la 1:20pm comencé mi descenso. Quince minutos después estaba en un puesto de tacos donde me eché dos, uno de carnitas y otro de chicharrón. Y luego me encontré con mi amiga.
Tal vez no tan majestuoso como el sol y la luna bailaron juntos durante un par de horas, pero en los siguientes días bailé con mis cosas al otro lado de la ciudad. Y como si fuera una orden celestial, estoy segura de que todo se acomodará en mi nuevo lugar.
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Luisa Ruiz es maestra de química, psicoterapeuta transpersonal, terapeuta especializada en duelo, facilitadora de cursos y talleres y doula de muerte. Es fundadora del Death Café en México, ha trabajado para la Asociación Civil Uno en voluntad ofreciendo talleres de duelo. También ha trabajado para la Fundación Elisabeth Kübler-Ross como facilitadora de cursos y doula de muerte. Le gusta mucho leer, escribir, excursionar y viajar.
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