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Conociendo gigantes

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8 de septiembre 2024

por Henry Miller

Conocí al arqueólogo Luis Felipe Nieto una mañana de noviembre de 1995. Había conocido a Don Patterson, un hombre con amplia experiencia arqueológica aquí en México, sólo un par de días antes, y me había invitado a acompañarle en una excursión al campo. El destino en el momento de la invitación aún no estaba claro, al menos para mí.

Siguiendo las instrucciones, llegué a la casa de Don en la madrugada. Jalé la cuerda de la puertita chiquita marcada con el número 12, caminé por el sendero traicionero a trompicones en la oscuridad del jardín (casi selva), luego por una puerta abierta en forma de un antiguo arco maya y entré a la cocina llena de humo.

Don, en su ritual matutino de rebuscar y organizar su equipo de campo, me dijo que me sirviera de la cafetera y del plato de las famosas galletas de Teri. Teri era, y sigue siendo, la cocinera radiante, alegre, cariñosa y feroz cuando ella quiere. Mientras echaba el último trago de café, entró una figura imponente con una espesa barba negra, una chaqueta del ejército de color verde oliva y un pañuelo rojo bajo un sombrero de ala ancha. El señor extendió su mano y se presentó como Luis Felipe.

En friega recogimos una bolsa de galletas y el termo Stanley de Don lleno de café fresca de alto octanaje. Subí mi mochila al hombro y seguí a los dos hombres hacia la oscuridad, sin saber que aquel día definiría mi vida para todos los días venideros.

Metiéndonos de nuevo por la puertecita que daba a la calle de La Garita, nos acercamos a una camioneta gris orillada enfrente de la casa con el mítico logotipo del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en el panel de la puerta. Mientras Luis Felipe y Don subían a la cabina, sus siluetas se voltearon hacia mí, y Don dijo: «Nos turnamos para ir atrás». Luego, dirigiendo a mi si yo fuera novato, exclamó: «Y hoy te toca a ti». Sus carcajadas resuenan incluso ahora, a través de los recuerdos, mientras escribo estas palabras.

Serpenteando por las calles vacías de San Miguel, bajando por Hospicio hacia Recreo, dando vuelta por el Parque Juárez y entrando en la colonia Guadiana, nos detuvimos a recoger al fotógrafo Óscar Pastor Ojeda. Oscar se metió en la cabina con Luis y Don, y las risas se triplicaron mientras fugamos de la ciudad con la prisa de ladrones. Estábamos ya en la «carretera vieja» a Guanajuato, y el aire fresco de la mañana se colaba por mi forro polar de Patagonia. Me apreté el pañuelo mientras cruzábamos el estrecho del Puente de los Frailes y girábamos a la derecha en el crucero.


El autor
*

De repente, el camión se detuvo, derrapando sobre la grava suelta, con las risas brotando por la cabina. Un anciano con sombrero blanco y bigote limpio estaba parado solo con su bolsa de mandado, con sus brazos a los lados, esperándonos pacientemente en el frío. Con visible esfuerzo, aventó su pesada bolsa de rafia por la orilla de la caja y subió a bordo, acomodándose a mi lado mientras acelerábamos de nuevo, ahora en dirección oeste hacia la Presa Allende.

El desconocido me ofreció la mano y, con el viento por encima, me dijo que su nombre era René Salinas. Don René era de la pequeña comunidad de Orduña situada a lo largo del tramo bajo del Río Laja que serpentea más allá del pueblo de Comonfort, continuando hacia su destino final y desaguando en «el Lago de Chapala». Con ese hermoso costumbre mexicano de hacer amigos, René comentó que durante su juventud enseñó a leer y escribir en una escuela improvisada, construida con cajas de verduras desechadas, a las hijas e hijos de los trabajadores agrícolas emigrantes labrando por la región ensaladera de California en los años 60.


El autor
*

Cruzamos la presa, subimos la colina y pasamos por la tiendita principal de Agustín González, luego giramos bruscamente a la izquierda por un camino de terracería «lleno de baches y brincos» que inmediatamente envolvió la parte trasera de la camioneta en una nube de polvo. A medida que avanzábamos, el polvo se hizo relativamente tolerable. Pero no había forma de escapar de las implacables sacudidas del esqueleto que sobre el tiempo me harían luchar como si fuera el tercer mono en el arco de Noé buscando un asiento cómodo en la parte delantera.

La camioneta se detuvo cada pocos kilómetros cuando encontrábamos las puertas de alambre de púas que separaban los distintos ranchos a lo largo de la carretera de acceso principal que nos llevaba a lo que parecía territorio deshabitado. No se veían comunidades ni casas. De vez en cuando nos cruzábamos con una camioneta jalando un remolque con ganado o con una familia amontonada en la parte de atrás. Pero aparte de eso, el territorio parecía deshabitado. Sin embargo, el paisaje cambiaba constantemente. Las manchas de robles densamente sombreadas luego convirtieron en vastas praderas decoradas con huizaches y mezquites que daban la sensación de estar en el Serengeti. Vimos varios correcaminos que cruzaron la carretera detrás de nosotros en cuanto pensaban que no había moros en la costa.


El autor (izquierda)
*

Mientras ascendíamos suavemente, pude ver los bordes superiores de los cañadas que cortaron las suaves y onduladas laderas. Me invadió el asombro; una sensación desconocida, difícil de explicar, pero la de ser transportado al pasado. La camioneta se detuvo al llegar a un portón más grande, pintada de azul y hecha de tubos metálicos. Las risas también habían cesado. Al cruzar la reja, oí hablar a los tres de delante, pero no pude entender lo que decían. Su tono era serio. Con las ventanas abiertas, apuntalaban en la dirección de las montañas que se perfilaban en el horizonte. Había algo ahí fuera.

Escaneé desesperadamente el paisaje que se desplegaba ante de mis ojos. Seguí las líneas de las cañadas en primer plano, luego el contorno irregular de las montañas distantes y la meseta que se extendía entre ellas.


El autor
*

Podía percibir la emoción en las voces resonando de la cabina mientras avanzábamos, ahora más despacio. Luego, un silencio total. Sólo el sonido de las ruedas al pasar sobre la tierra, suavizado por la frescura del rocío matutino y bajo el cielo más azul que nadie podría pedir, si ése fuera su último deseo. El tiempo se detuvo.

En ese momento, yo también había encontrado la tranquilidad en lo más profundo de mi ser cuando René se giró hacia mí, mirándome con ojos llenos de bondad, y su rostro delineado con las expresiones de un hombre que había superado y siendo fortalecido por las dificultades de los campos de labor impuestas a su generación. Sonrió y me preguntó si había visto la pirámide. Fue entonces cuando distinguí la silueta de un montículo geométrico, mientras el sol naciente proyectaba su luz sobre la fachada oriental del monumento arqueológico conocido hoy como la Cañada de la Virgen.

***

En honor a
Luis Felipe Nieto Gamiño,
querido colega, maestro y gigante
28 diciembre 1954 – 14 agosto 2024
QEPD / RIP

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Henry Miller se convirtió en el fotógrafo de aquel primer equipo de excavación entre 1996 y 1999, tomando más de 6000 fotografías en blanco y negro y haciendo cientos de dibujos, documentando las excavaciones, capturando los rostros de los que estaban allí y dando testimonio del cuidado y la calidad de su obra.

En la actualidad, Don trabaja intensamente en el escaneado de los negativos y diapositivas en blanco y negro tomados por Henry y Luis Felipe para crear un archivo digital de aquella primera etapa de las excavaciones de la Cañada de la Virgen.

Henry es ahora el director de la asociación civil El Maíz Más Pequeño y, junto con su equipo, está pilotando un programa educativo que aborda la adaptación al cambio climático y la consiguiente migración humana.

www.elmaizmaspequeno.org

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Si estás interesado en contribuir a cualquiera de estos proyectos, El Maíz Más Pequeño o el escaneado fotográfico de Don, ponte en contacto con Don o Henry.

donaldopatterson@gmail.com
henry@elmaizmaspequeno.org

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