English
7 de diciembre 2025
por Allen Zeesman
Ya había manejado por ese camino antes. Cuatro años atrás había vivido en San Miguel de Allende: lo suficiente para aprender la manera en que la luz cae sobre las fachadas, el ritmo lento de las mañanas frescas, las temporadas de turistas que llenaban los cafés donde el inglés flotaba como un velo tenue. Conocía ese paisaje. Creía entenderlo. Así que al regresar a México para vivir de manera permanente, no esperaba más que la comodidad del reconocimiento. Mi hija y su mamá volarían después; yo avanzaba solo, siguiendo una carretera que debía sentirse común.
Pero cuando la autopista empezó a curvarse hacia San Miguel, el mundo cambió de textura. El asfalto vibraba suavemente bajo las llantas, y el aire —seco, limpio— se filtraba por la rendija de la ventana. Las montañas se abrieron con una quietud antigua, como si estuvieran apartándose para dejarme pasar. La luz del altiplano, ese oro filtrado por el polvo fino, cayó de golpe sobre el tablero. Y entonces algo en mí cedió.
El pecho se me apretó sin aviso; el aire se quedó atrapado a medio camino. Las lágrimas subieron, rápidas y calientes. Sentí un estremecimiento que me recorrió desde la nuca hasta las manos, y tuve que frenar. Orillé el coche y lo dejé en neutral. El motor siguió vibrando bajo mis piernas mientras yo intentaba recuperar el aliento, con los dedos firmes en el volante, como si necesitara sostenerme de algo físico para no quebrarme del todo.
Ahí, detenido junto a la carretera, con el sol golpeando el parabrisas y el olor a tierra calentándose afuera, entendí que aquello no era nostalgia. Tampoco una emoción pasajera. Era más hondo, más corporal: un reconocimiento que llegó antes que cualquier pensamiento. Hogar. Casa. Mi lugar. Una palabra silenciosa que no pronuncié, pero que sentí como un pulso.
Y sin embargo, no tenía sentido. Yo no estaba entrando al México profundo, sino a su borde cómodo: la burbuja extranjera donde uno vive al lado de la vida mexicana sin atravesarla. Ya conocía esa distancia. Ya había vivido ahí. Entonces, ¿por qué el temblor? ¿Por qué esa certeza que brotaba sin permiso?
No encontré respuesta. Solo permanecí sentado, respirando despacio, dejando que el calor del volante y el brillo del altiplano me envolvieran como una especie de señal. Una apertura. Una grieta mínima por donde entraba algo que todavía no sabía nombrar.
Luego encendí la direccional, regresé al carril y seguí mi camino hacia la ciudad. No sabía qué significaba lo que había sentido. Solo sabía que, por primera vez en mucho tiempo, el trayecto no era un regreso. Era un comienzo. Y que algo —todavía oculto, todavía sin forma— había empezado a moverse dentro de mí, como un murmullo que decía: estás acercándote.
Continuará
**************
Allen Zeesman ha sido un visitante habitual de México desde 1995. Trabajó durante 30 años para el Gobierno Federal de Canadá antes de jubilarse en San Miguel en 2011. Tocó el piano y el bajo en una banda de imitadores de Elvis, lo que algunos dicen fue la razón por la que dejó la ciudad. Ahora vive en Querétaro.
**************
*****
Por favor contribuya a Lokkal,
Colectivo en línea de SMA:
***
Descubre Lokkal:
Navegue por el muro comunitario de SMA a continuación.
Misión

Visit SMA's Social Network
Contact / Contactar
