Carlos Fuentes
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12 de enero 2025
por Philip Gambone
Titán de la literatura mexicana, Carlos Fuentes (1928-2012) fue uno de los escritores más prolíficos y premiados del «Boom» latinoamericano. Escribió más de dos docenas de novelas, varias colecciones de cuentos, ensayos, obras de teatro y guiones de cine. Tan brillante fue la producción de Fuentes que se le mencionó con frecuencia como aspirante al Premio Nobel, distinción que nunca obtuvo. Sin embargo, no sería exagerado decir de su extraordinario logro literario que, como escribió André Gide en otro contexto, «nos sume en una especie de desconcierto casi amoroso».
Fuentes comenzó a publicar novelas en 1958. Su undécima novela, El viejo gringo, se publicó en 1985. Ese mismo año salió a la venta una traducción al inglés de la temible Margaret Sayers Peden, que se convirtió en la primera novela de un mexicano en alcanzar la lista de best sellers de Estados Unidos. «Una pequeña gema perfecta, tallada por un maestro artesano», escribió Charles Larsen en el Chicago Tribune.
En las primeras páginas de la novela, dos estadounidenses -el viejo gringo del título y una joven llamada Harriet Winslow- llegan a México en plena Revolución: “él conscientemente, ella sin darse cuenta, a encontrar la siguiente frontera de la consciencia norteamericana, la más difícil”. El viejo gringo (nunca se llama así, pero sigue el modelo del escritor estadounidense Ambrose Bierce), ha pasado gran parte de su vida como reportero de muckraking contra la corrupción. “Mi nombre era sinónimo de la frialdad antisentimental”, dice. Ahora, a los 71 años, este «ángel exterminador”» a lo Don Quijote ha cruzado la frontera para morir, porque todo lo que ha amado ha muerto antes que él. “Yo era amigo de la Verdad … que creyó que podía darle forma al destino ajeno a través del periodismo de denuncia y sátira”.
Ambrose Bierce
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El viejo gringo se une a una “brigada flotante” de rebeldes al mando del general Tomás Arroyo, que se dirigen a unirse al grueso del ejército de Pancho Villa. Arroyo -un hombre de “quijadas duras, un bigote acosado y ojos amarillos”- es un revolucionario apasionado. “No queremos más un mundo dominado por los caciques, la sacristía y las aristocracias ridículas que aquí siempre hemos tenido”, proclama.
La otra estadounidense, Harriet Winslow, de 31 años, ha venido ingenuamente a México para enseñar a los niños de la hacienda Miranda, un vasto y opulento rancho, y para salir de los asfixiantes confines de su vida en Washington, DC. Pero los Miranda han huido, dejando la gran casa, cuyo salón de baile con espejos es un Versalles en miniatura, en manos de los revolucionarios. Sin embargo, Harriet siente que es su deber hacerse cargo de la hacienda hasta que los propietarios legítimos puedan regresar. La actitud de Harriet hacia la Revolución es desdeñosa, pues cree que los revolucionarios sólo buscan un botín: “Mírelos, lo que esta gente necesita es educación, no rifles. Una buena lavada seguida de unas cuantas lecciones sobre cómo hacemos las cosas en los Estados Unidos, y se acabó este desorden”.
Pancho Villa
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El viejo gringo la amonesta para que mire más profundamente a México: “Ahora abre bien los ojos, miss Harriet, y recuerda que matamos a nuestros pieles rojas y nunca tuvimos el valor de fornicar con las mujeres indias y tener por lo menos una nación de mitad y mitad. Estamos capturados en este negocio de matar eternamente a la gente con otro color de piel. México es la prueba de lo que pudimos ser, de manera que mantén bien abiertos los ojos”.
Arroyo también conoce de primera mano la injusticia de un mundo gobernado por quienes se consideran con derecho a pisotear a los demás. De niño, trabajó -y sufrió indignidades- en la hacienda Miranda. Como prueba de su justificación para hacerse con la hacienda, lleva en la mano una caja de antiguos papeles reales que otorgan el derecho sobre la tierra al pueblo. “Hasta el rey de España dijo”, declara Arroyo. “Ésta es su firma. Yo guardo los papeles. Los papeles prueban que nadie más tiene derecho a estas tierras”.
Por mucho que sea un revolucionario, Arroyo es también un “garañón elemental,” que está “desnudo, hasta cuando andaba vestido”. Este “arroyo fluido y parejo de sexo” ofrece a Harriet amor, pero de un tipo que la repugna. Para Harriet, Arroyo tiene “más palabras que sentimientos”. Al mismo tiempo, no puede perdonar la pasión que él despierta en ella.
A medida que avanza la novela, crece la fascinación de Harriet tanto por el viejo gringo como por Arroyo. La presencia simultánea de belleza y peligro en estos dos hombres -tan diferentes y a la vez tan parecidos en sus imperfectas búsquedas heroicas- cambia radicalmente su perspectiva, preparándola para una nueva compasión, una compasión “ella se la debía a un joven revolucionario mexicano que ofrecía vida y a un viejo escritor norteamericano que buscaba muerte.”
Es muy impresionante cómo en las menos de 200 páginas de esta novela, Fuentes nos deja con sus múltiples puntos de vista (un homenaje a Faulkner, cuyo estilo le encantaba), sus suntuosas descripciones, su sexualidad visceral y el diálogo filosófico que establece entre los puntos de vista mexicano y estadounidense. Para Fuentes, México es el lugar que nos invita a salir a la vida fuera de nuestro yo estrecho, rígido, ciego y cuidadoso. La novela, que me recuerda a una compleja fuga de muchas voces, concluye en una yuxtaposición de motivos oscuros y luminosos, sombríos y tranquilamente heroicos.
The Old Gringo explora muchos temas, entre ellos el deber de ser valiente al enfrentarse a la vida, la validez del cuerpo y sus pasiones, y el peligroso viaje que emprendemos cuando cruzamos fronteras: “Hay una frontera que sólo atrevemos a cruzar de noche”, dice Arroyo al principio, “La frontera de nuestras diferencias con los demás, de nuestros combates con nosotros mismos”. Como todos los grandes escritores de literatura, Fuentes está menos interesado en tomar partido que en presentar la compleja trama de la realidad, una complejidad que nos atrevemos a ignorar por nuestra cuenta y riesgo moral y psicológico.
“¿No quiere que salvemos a México para la democracia y el progreso, señorita Winslow?”, le pregunta un reportero a Harriet en las últimas páginas de la novela.
«¡No! ¡No!», protesta ella. “Yo quiero aprender a vivir con México, no quiero salvarlo”. Salvar a México para el progreso y la democracia son palabras que no significan nada para ella. “Lo importante era vivir con México a pesar del progreso y la democracia, y que cada uno llevaba adentro su México y sus Estados Unidos, su frontera oscura y sangrante que sólo nos atrevemos a cruzar de noche”.
Octavio Paz, contemporáneo de Feuntes, escribió una vez: «La literatura que escribimos [los hispanoamericanos] no da la espalda a la historia, aunque rechaza las simplificaciones del arte ideológico y sus afirmaciones y negaciones categóricas». Bien podría haber estado pensando en El viejo gringo.
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Philip Gambone, un profesor de inglés jubilado de secundaria, también enseñó escritura creativa y expositiva en Harvard durante veintiocho años. Es el autor de seis libros, incluyendo Tan lejos como puedo decir: Encontrando a mi padre en la Segunda Guerra Mundial, que fue nombrado uno de los mejores libros de 2020 por el Boston Globe. Su nueva colección de cuentos, Zigzag, acaba de ser publicada por Rattling Good Yarn Press y está disponible en Amazon y en la librería Biblioteca.
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