Allí en la mesa, su comentario sobre mi correo electrónico como gracioso me hizo recordar un sentimiento que mi padre a veces expresaba: «Yo también me reiría, pero es mío», mi vida.
Mis compañeros de almuerzo me mantuvieron interesado y entretenido con sus charlas de taller, y coincidimos en que también te encantarán con una serie de artículos sobre su proyecto del Taller de Jugadores. Pero no tienes que esperar a que lleguen esos artículos, ve a ver ART (del 6 al 9 de agosto, Teatro Santa Ana) y déjate cautivar por él.
Después de comer, tras caminar de vuelta al Parque Juárez (esta vez a la sombra), conduje a casa, comí sandía, me di una ducha fría y me cepillé los dientes.
Soy muy hogareño. Vivo en la última cuadra del extremo norte de la ciudad, en una colina, en un apartamento en el segundo piso con vistas a todo, a la ciudad extendiéndose kilómetros ante mí. Muchos días, la primera, y a veces la única persona con la que hablo es el dependiente de una de las tiendas donde paro en mi paseo vespertino en bicicleta.
Hoy, al llegar a casa del Centro (y refrescarme), me puse a trabajar en la publicación, compensando el tiempo que pasé dando vueltas por la ciudad. Pero el artículo que estaba preparando para publicar esta semana no me inspiraba. Así que hice algo extraño: salí a caminar, al campo, más allá del extremo norte de la ciudad, prácticamente justo al salir de mi casa. No son exactamente los bosques de Nueva Inglaterra, pero con tanta lluvia el campo luce deliciosamente verde.
Fue un paseo filosófico: me pregunté por qué el camino no era recto, sino que serpenteaba de un lado a otro, lo que me hizo recordar los giros y vueltas de la vida. Entonces, con el sol ya bajo en el cielo occidental, reflexioné sobre cómo proyecto mi sombra sobre el paisaje que estaba fotografiando, oscureciendo la vista. También consideré, allí, entre la exuberante exuberancia que traen las lluvias, cuánto potencial se esconde en las épocas de sequía.
Pero basta por ahora. Es hora de preparar la cena.
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